Saltar sobre los charcos bajo la lluvia, vivir con una pregunta entre los dientes, sentir sin maldad alguna. Abrazar a tu madre como si tuvieras imanes de polos opuestos en cada brazo. Volar con la imaginación entre los designios del tiempo, odiar las mañanas de colegio, amar las noches de cuentos recitados bajo el manto de quién nos vio nacer. Amor y odio hacia tus hermanos que se transformará en solo amor al crecer. Mirar sin entender el futuro: esponjas que van y vienen, que flotan ante la atenta mirada de sus padres. Echar de menos entre lágrimas, cabalgar por la calle a lomos de la inocencia, creer sin maldad. Decir «te quiero» con la boca muy muy llena, dormir sobre el corazón que estuviste escuchando latir durante nueve meses, despertarte con un «buenos días» bajo la eterna sonrisa de tu padre. Repetir el proceso día tras día. Hasta que aparezcan cicatrices y los recuerdos calen hasta los huesos. Hasta que los años hagan mella sobre la piel. Hasta que se inviertan los papeles
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