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Hemos olvidado a nuestra madre. Hemos olvidado que nuestros huesos están entrelazados por el polvo que permanece debajo de nuestras huellas. Que nuestras bocas están llenas del sabor de la luz de las estrellas flotando sobre nuestra casa. Que somos niños que crecimos de las raíces de esta tierra. Hemos tomado demasiado. Y ella está sufriendo. Esta temblando. Pero a pesar de todo ella nos habla con palabras que la mayoría no oye, ecos no pronunciados que vierten a través de los vientos, susurros de criaturas que descansan en la quietud de un reino sagrado sin ser tocado por manos humanas. En el ritmo constante del agua salada besando la arena debajo de sus olas. El zumbido inquebrantable de su presencia bajo nuestras huellas. Nos habla en todo eso. Un latido de un corazón vivo. Perdurable, pero no irrompible. Mientras ella se derrumba, nosotros también. Mientras nos tragamos sus bosques, mientras vertimos ríos negros en sus océanos cristalinos, mientras matamos, mientras destruimos, hacemos heridas en nuestra propia carne. Nuestra hambre nunca será saciada. Nuestra sed es incurable. Porque estamos llenando nuestras mentes y nuestros bolsillos con ilusiones vacías, mientras aniquilamos la esencia misma de nuestro espíritu en nuestras propias yemas. Pero la madre tierra continúa dando, una y otra vez. Todavía ella nutre. Todavía ella sana. Nos concede todo lo que podríamos alguna vez pedir. Todavía ella nos sostiene, pero ahora es el momento de que la sostengamos. Escucha. Abrí los ojos. Cuida... Es hora de volver a casa.

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